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lunes, 3 de diciembre de 2012

DE CERO A INFINITO (Fragmento).


Por una de las puertas entreabiertas pudimos divisar una estancia con un color intensamente propio del lugar. Un portón partido en dos hojas verticales y entreabiertas invitaba a asomarse. No hizo falta. La imagen se nos quedó en el cuerpo. Un olor de hogaza y de esparto se mezcló con el que salía de la puerta contigua que nos decía que algún equino habitaba dentro y nos transportó al tiempo en el que la torre y la ermita sonreían. Más de cien años y otros cuantos se disponían a cenar dentro de dos seres marcados por la vida, de tal forma que ésta los había dejado labrados y trabajados de arriba abajo, con excepción de una zona en barbecho continuo que eran sus mejillas. Parecían decirse todo con la proximidad que les ofrecían los escasos metros del cobijo. Ella le decía que estaba poco hablador. Él le contestaba diciendo: parte pan. Al rato ella reclamaría de nuevo su atención interrogándole por su silencio. Él de nuevo y con esa parquedad de palabras, le contestaría: trae la bota.
El botijo apuntaba a una perilla que colgaba sobre un hilo de la luz enroscado y parecía dispuesto a disparar sobre una mosca que se desplazaba por el mismo oteando las viandas. La boina se encontraba enganchada en lo alto de la silla como queriendo arropar a su dueño en todo momento. El garrote apoyado sobre la pared y preparado por si su dueño le requería. El mantel a cuadros mostraba el paso del tiempo. Algún pedazo del mismo, potenciado más si cabe por la pobre iluminación, sufría tal mimetismo con el color de la madera de la mesa que parecía haber sido absorbido por la misma. Un calendario con la foto de unas cataratas, que seguro les recordarían el salto de agua de la fuente del Señor, contrastaba con el cántaro que debajo parecía nutrirse de la abundancia del líquido elemento que de arriba caía. La foto del servicio en Sevilla, junto a la de sus dos hijos cuando la torre sonreía, les decía que hasta dentro de unas fechas el pan y el embutido de la jarra no podría compartirse con el único de los dos que todavía se movía de vez en cuando por allí. Las cuerdas que junto a la madera daban forma a las sillas conseguían tal curvatura que parecían dotadas de una elasticidad que les permitía, más que soportar el peso, acariciar a los dos ancianos. Acariciando los años y la soledad. Rellenando los huecos en la piel y en el alma. Atando los sinsabores y conteniendo la rabia de los años de trabajo en la sierra. Sierra gris que ocultaba el rojo del que su primogénito pintó aquella mañana de los cuarenta, cuando un pedazo de chatarra le estalló en las manos y le hizo ocupar más espacios de los que su corazón podía resistir. El frente volvió a cobrarse otra vida. No fue la única, pero ese rojo se mezclaba con el ambiente. Esa mezcla es lo que respiraban los dos ancianos. Hasta aquella mañana la felicidad viajaba en paralelo al duro trabajo que debían desarrollar para ir tirando. Las enfermedades y la guerra les habían respetado hasta el momento, por lo que eran una humilde pero feliz familia.
La mañana en que Pepico miró desde la sierra a su pueblo por última vez, su padre le dijo que se olvidara de la chatarra, que lo que deja la guerra tras sí sigue siendo muerte enlatada. Que ayudara con los animales y que dejara en paz la chatarra. Pepico recordó esto y le dolió lo que iba a suponer para los suyos. Se quedó mirando al pueblo. Vio a sus padres y a su hermano Alfredo en un pasado feliz. Todo se le volvió rojo. En la caída al otro lado, pudo ver como la torre ensanchaba su estructura en un ademán de impotencia, por no haberle podido avisar con un toque de campana del peligro que corría tras él.
Desde aquel día el padre pasó a ser abuelo, un abuelo que cuidaría los recuerdos igual que cuidó del hijo. La madre aprendió a llorar a escondidas para no hacer sufrir más al marido. El hermano quiso ocupar aquel vacío en el corazón de sus padres, pero su corazón no quería latir tan cerca del recuerdo y se marchó fuera a trabajar. Un obús mató a Pepico y dejó heridos de muerte a los suyos. La chatarra de guerra no tiene bandos. Seguro que se moría igual independientemente del bando que hubieras apoyado en la contienda.
Las palabras de hace años rebotaban entre las modestas paredes y de vez en cuando, con el sueño y algún trago de la bota confundían al viejo, creyendo éste oír la voz del mayor arreglando a las caballerías en la cuadra.
Todo esto lo pudimos ver en un momento y nos dimos cuenta de lo importante que es cada segundo. Cada instante cuenta y contará. Todo pasa y todo queda.
 Eran sus vidas duras pero felices hasta aquel día en que la sierra y la chatarra llamaron al hijo para siempre. Después la cabeza no pudo pensar en otra cosa y se acabaron las palabras, menos las del hijo que rebotan y rebotarán para siempre dentro de sus vidas.
Al caer al otro lado, los que se marchan nos dejan todo lo que vivieron con nosotros, pero también nos obligan a completar ese montón de escenas sin guión que muchas veces nos cuesta interpretar y que, por muy bien que quieran salir, siempre al mirarlas nos faltarán protagonistas.
Recordaremos siempre a aquellos ancianos que seguramente están dejando de ocupar esos sitios pero cerca de Pepico, sin darse éste ya cuenta que se marchó por chatarra para ayudar a la familia y dejó a los suyos más deshechos que su ser. La casa ya no ha vuelto a ocuparse desde que faltó la anciana. El hijo está en Francia. Muchos perros y gatos, también muchos niños chicos cuando pasan por la puerta sonríen y nosotros pensamos que escuchan a Pepico y a sus padres hablar en todos los ratos que pasaron juntos.

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