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domingo, 6 de mayo de 2012

DE CERO A INFINITO



Ángel Gálvez
 LA SALIDA                                            Capítulo I
          


A lo lejos se divisaba la irregular figura del Citroën dos caballos que era el nexo de unión entre el cuerpo y el espíritu, ya que él sería el encargado de llevarnos desde un lugar preciso de la avenida de Burjassot, en Benicalap, hasta mi querido pueblo, Andilla. Era de un color azul, ese color del cielo después de las comidas de los sábados con yogur de La Lechera y Heidi como postre. Mi tío, con su cigarro negro del momento en la boca, se me presentaba como el principal aventurero de todos los tiempos. Seguro que hizo sonar el claxon en repetidas ocasiones a la espera de que mi tía dijera: ¡ya está todo Pepe!, se iniciara la marcha y momentos después recordase que la carne para la paella se había quedado en el banco de la cocina. Mi primo y mi prima se encontraban en la segunda fila de la nave. Mi primo pensaba en los gorriones que podría abatir en los árboles del paseo y mi prima revisaba la bolsa de los discos. Comprobaba que Miguel Ríos estaba allí, junto al cuaderno de los deberes, sabiendo que el de Granada, ensayando los saltos que años más tarde se darían en sus giras, saldría de esa bolsa de Lanas Aragón para facilitar sus sueños y los de su inseparable María Amparo, otra prima común. La compañera de viaje de Miguel lo tenía más difícil, aquella libreta con las tareas pendientes salía menos de la bolsa que Franco de España. ¡Cómo puede tener el mismo peso específico un problema aritmético que los secretos a compartir bajo la parra del tío Vicente! Con suerte vería al chico con problemas de acné que conoció el último verano y que tal vez en esta ocasión se fijaría en ella.
Mis padres ya habían terminado de recogerlo todo y mi hermano “el nano” y yo nos encargábamos de que algunos de los bultos para la odisea rodaran en el recibidor de casa como consecuencia de algún que otro balonazo. Se convertía por momentos un modesto pasillo en una alfombra verde, a semejanza del césped de Vallejo o de Mestalla, y aquel marco de la puerta del fondo tomaba forma de portería reglamentaria, aunque con una perspectiva como la que se tiene cuando se saca un córner. Así era difícil hacer un gol. Quizá por eso no pasamos de jugar en campos de patatas y en algún que otro derby “nacional” contra nuestros vecinos de La Pobleta. Era necesario comprobar que la presión de inflado de aquel balón de feria se correspondía con la que la FIFA estimaba pertinente.
Mi tía cogió el monedero y de soslayo comprobó que ahí estaban las llaves de la casa del pueblo. Suspiró silenciosamente. Hubiera sido incómodo interrumpir la marcha para volver a cogerlas, pero lo irritante hubiese sido darse cuenta una vez allí.
Nosotros bajábamos por las escaleras detrás del balón pero sin controlarlo, vamos, como hicimos durante nuestras dilatadas vidas de peloteros de partidos amistosos y campeonatos “internacionales”. Mi padre repetía por enésima vez que, o nos comportábamos o la pelota se quedaba en casa. Mi madre repasaba esos pocos metros cuadrados que con su gracia especial había convertido en un hogar. Estaba tranquila: los grifos cerrados, la espita del gas en su sitio y las luces apagadas. Sólo faltaba dar dos vueltas a la cerradura y acelerar el paso para alcanzarnos. Con el balón en las manos y el nano haciéndome un marcaje férreo, observábamos ambos cómo mis padres hacían juegos malabares para que el equipaje de fin de semana no rodara por los suelos ante los atónitos ojos de los transeúntes que, como yo, seguro que se preguntaban por qué los adultos no multiplican sus brazos o dividen su equipo. A nosotros lo que nos preocupaba era el balón. No entendíamos la importancia que podía tener por ejemplo la ropa. Acaso era el equipaje del Valencia o del Levante (sí, tuve y tengo el corazón partido).
Llegamos al punto de encuentro apenas a cincuenta metros del patio. Enseguida divisé los dos caballitos que nacían del capó del Citroën. No es que no se viera todo el vehículo, pero en el recuerdo veo esas figuras plateadas, en apariencia estilizadas, que luego albergaban sus cuerpos (al menos eso es lo que yo imaginaba) bajo el capó curvado de la nave de la ilusión. Se acercaba el inicio de la aventura, para mí lo era, ¡estaba en manos de la biodramina! Siempre la recuerdo amarilla y desagradable. Si no vomitabas en el tiempo en que el agua ayudaba a que, después de pegarse en el paladar, hacer carambola con las campanillas para más tarde y por aburrimiento bajar hasta el estómago, lo habías conseguido, las curvas con las que iba a enfrentarme después de la Dehesa de Pardanchinos no serían obstáculo. Pasado el tiempo, esta carretera me ayudó a entender la gráfica del seno.
Cuando tomas biodramina consigues que todos se preocupen por la tapicería del coche y, con un poco de suerte, puedes ocupar un puesto de privilegio en el mismo.
El vehículo se detenía más o menos donde mi tío quería. Él descendía, le besábamos y después continuábamos besando a los de dentro. Estos besos, que anunciaban una futura escoliosis tanto de los que entrábamos en el habitáculo como de aquellos que se encontraban dentro del mismo, eran el único salvoconducto para el viaje. ¡Qué difícil es dar besos dentro de un coche! Los cuerpos adoptan posturas inverosímiles hasta encontrarse. Esta dificultad se incrementó al cumplir los 18 años y sacarme el carné. ¡Entonces sí que era complicado dar un beso en el coche!
Mi tío abría las puertas traseras y solucionaba el problema del espacio y el tiempo de una forma relativa. Intentaba que aquel modesto utilitario se convirtiera en un autobús de la Hispano-Chelvana y de verdad lo conseguía. ¡Qué fácil veía yo entonces la transformación de la calabaza en carroza! Nosotros le ganábamos a Cenicienta en que ya llevábamos los caballos, pero ella no llevaba ese número ilimitado de bultos. En el instituto comprendí cuál era el significado de un ocho tumbado a la bartola que es el signo de infinito.
No muy lejos de allí, mi tío Vicente estaba cargando su Renault 4 entre prisas y nervios de sábado con sabor andillano. Lo más probable es que después de un par de viajes con bultos y de comprobar que su vehículo todavía llevaba las cuatro ruedas, dejara pegado el dedo índice en el timbre para de esta sutil forma indicar a mi tía y mis primos que la hora de la partida había llegado. Los cinco pisos sin ascensor le obligaron a encender un Mencey cuya primera calada disfrutó de forma inversamente proporcional al número de escalones a los que se había enfrentado. Mi tía intentó “cazar” a mi primo para obligarle a peinarse. Él hubo de aumentar el ritmo de escapada. ¿Cómo se podía acelerar tanto con un par de chirucas, las más de las veces con algún cordón desatado?
Pasaron unos cuantos minutos y, tratándose del fin de semana, se entendía aquello de que “el tiempo es oro”. Mi tío Vicente pensaba que durante la semana los minutos de fábrica tenían más segundos, o que éstos se hacían de rogar, pues caían con la lentitud de una pluma en esos días de calma chicha. Meditaba que el tiempo nos permite todo pero también nos priva de todo. El tiempo es la vida y viceversa, ya que son inseparables. Lo anterior y posterior no importaba. El presente era Andilla.
 Mi tío miró hacia la fachada. No sé por qué, cuando se espera a alguien en la calle, se tiene la costumbre de mirar a la fachada. Tal vez la prisa obligó en alguna ocasión a descender por la misma a una familia al completo pero, de no ser la de Pérez de Tudela...
Mi tío dudaba entre fundir el timbre o encenderse otro pitillo, pero el aroma de romero en su pensamiento y la imagen de su parra, acompañada siempre de buenos momentos, estaba cercana.
La aparición en el portal de mi prima María Amparo se interpuso en la trayectoria del dedo y el timbre, pues en avanzadilla comunicaba que su hermano, al fin, había sido reducido por mi tía y pronto se acabaría la espera.
El Renault 4 pensaba que el “dos caballos” estaría por la recta de Llíria y que, al contrario de lo ocurrido el fin de semana anterior, no viajaría en compañía. Tal vez estuviesen abrevando los equinos en la gasolinera del Pozo, pues le tenían respeto a la de Los Leones (estas dos gasolineras existen en la actualidad, pero su color ya no es el mismo).
Lo que parecía imposible arribó: mi primo, a partir de ahora Vicent, se dejaba ver al fondo del zaguán. Un pobre apoyo del pie izquierdo tras sortear el último peldaño de la escalera le conduciría a una torcedura que ni las recientemente estrenadas chirucas pudieron evitar. A la noche, si le molestaba, imitaría a un potrillo sin herraje y con una púa en la pezuña. Mi tía le pondría esa venda milagrosa que tan magistralmente desenvolvía sobre el pie y que remataba en el empeine con ese lazo que tanto molestaba a Vicent en cuanto se ataba la bota. Con un poco de suerte si la presión del nudo era grande, desaparecía la causa principal debido al efecto milagroso del torniquete.
Definitivamente, era el momento de pegarle fuego al pitillo, debió de pensar mi tío.
Vicent se recuperó, sólo le quedaba ver en qué parte del coche se quería colocar María Amparo para así poderle ofertar justamente la contraria.
Mi tío miró a mi tía y, después de resoplar, alzó su mano derecha y metió la primera (¡recuerdo que este modelo disponía de tres marchas!). Sólo faltaba incorporarse a la calzada. El Benicalap de la época permitió que la maniobra fuese ágil y certera.
Vicent estaba haciendo inventario de sus “grandes aventuras” de la última semana. En poco más de una hora, la distancia que le separaría de los hechos los haría especiales y susceptibles de dejar boquiabierto a otro que también había firmado un contrato de imagen con la misma marca de calzado. Esas botas eran parte de nosotros. Llegué a plantearme de pequeño: ¿que ocurriría en un parto si el bebé venía de chirucas?
Vicent quiso mirar en su bolsa de “tesoros” para asegurarse de la presencia de su tirachinas, ese cuyo matemático funcionamiento le permitía exhibir dos uñas moradas en su mano izquierda. Había aprendido a esconder las otras tres tras la base de tan singular arma. En el ademán para alcanzarlo consiguió “acariciar” con la bota a su padre, poner nerviosa a su madre y, como su hermana no iba a ser menos, colocó ésta su nariz debajo de la mano justo en el momento en el que buscaba un punto de apoyo. Sólo hubiese faltado una multa de los civiles para rubricar una faena de dos orejas. La vuelta al ruedo no la dio porque mi tío pensó que era mejor conducir con las dos manos.
Nosotros paramos a repostar a la altura de Cementos Turia, en la gasolinera de Los Leones. Siempre esperaba ver un par de fieras junto al surtidor, pero una vez tras otra nos atendía el domador: un señor con pipa y que solía lucir un prominente estómago protegido por su peto azul. Una vez lleno el depósito, nos incorporamos a la ruta de la ilusión anónima y semanal de aquellos cuyas expectativas no son otras que compartir su tiempo libre en cualquiera de los idílicos lugares que existen y, lo más importante, con sus seres queridos. Las personas y los lugares experimentan una simbiosis tal que su recuerdo estará ligado siempre en nuestro pensamiento. Los paisajes cambian, pero las vivencias que tuvimos en determinados lugares permanecerán siempre impregnando nuestro sentir. Incluso cuando se pierde la cabeza o se enferma, quiero pensar que lo vivido deja en nosotros un sabor de recuerdo permanente, pero en intensidad superior al efímero del buen vino después de un sorbo.
Yo estaba mirando por la ventanilla la montaña de polvo bajo la cual se encontraban las instalaciones de Cementos Turia. Siempre pensaba que, si había tanto cemento dentro como diseminado en los aledaños, en España la construcción no tenía que preocuparse. Escuché algunos cursos después de este día que el sector de la construcción era un sector de arrastre, aunque, por lo que mis ojos comprobaban, aquello (el polvo) era más propio de un concurso de “tiro y arrastre”. Por unos momentos Burjassot se divisó con un tono londinense, pensé que tal vez al entrar en el pueblo, como por arte de magia, circularíamos por la izquierda, hablaríamos inglés y, lo que peor me sabía, en breves instantes pararíamos a tomar el té. Por el bombín no había problema, llevaba el de la bici.
En Burjassot otro tío mío (Manolo) tenía un pequeño taller de reparación de vehículos que, entre sufrimientos, tornillos, olor a aceite e ilusión, iba sacando adelante. Es mi padrino, sí, soy el ahijado de quien fue “el tigre de Burjassot”, ese motorista de la época de cuya imagen siempre he destacado su nariz y su nuez. De pequeño quería una nuez como la del tigre, pero cuando debuté en el mundo del fútbol y, debido a mi pobre actuación, alguien comentó: ese será el gato de Beniferri, yo pensé: de tal palo…
Entre pensamientos y polvareda, llamó mi atención a lo lejos la peculiar figura de un Renault que se acercaba lleno de alegría. Alegría que le trasmitían sus ocupantes y un colchón nuevo que, bien atado en la baca, permitía incluso que se viese algo de vehículo por debajo. Con unos toques de bocina se saludaron los coches y los de dentro con las manos hicimos lo propio. El viaje era mejor si cabe, pues al ir todos juntos se empezaba a disfrutar antes. Seguramente habría parada en Casinos o en la Dehesa; entonces Vicent y yo sacaríamos el guión del fin de semana para, caso de ser necesario, hacer algún que otro ajuste de agenda y así optimizar (aprovechar de la época) el tiempo.
Ahora ya se podía considerar que la escudería estaba al completo, Renault y Citroën firmaban una alianza que les ayudaría a obtener el premio esperado: no subirían al podio, pero con suerte la cuesta de Pela sí. Esta pequeña subida a mí se me antojaba como el Alpe D’Huez del Tour andillano.

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